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Cuentos del Viejo

Un lumen solitario arrojaba una luz mortecina en el frío refugio, sellado contra los elementos. En él descansaban contra bancos y literas destartalados unos Guardias Imperiales, aliviados por zafarse de sus respiradores aunque fuera tan solo un instante. Unos se afanaban en limpiar su rifle láser y otros se vendaban las heridas o se limpiaban las botas.

Un soldado joven surgió entre las sombras.

—¿Cuántos pieles verde cree que nos hemos cepillado en la última patrulla, sargenta Kryven?

Una mujer de hombros anchos y musculatura definida se dio la vuelta. Con un manotazo se apartó un mechón de pelo sucio que le molestaba en la cara. Tenía los ojos rojos y ojeras pronunciadas.

—¿Y cómo Trono lo voy a saber yo, Garron? —le gruñó. Se quitó un guante y de él salió una china que le molestaba—. No se ve una mierda con todo el humo y el fuego que hay. ¿Quién fue el listo al que se le ocurrió prenderle fuego a la jungla? Como si este planeta no estuviera ya lo bastante contaminado.

Le dio una patada a una cantimplora y la mandó bajo los bancos.

—Han pillado a Murren y a Tyghe, los muy cabrones —Kryven escupió, recostada contra la pared—. ¿A cuánta gente hemos perdido en lo que llevamos? ¿Cuántos sustitutos nos han llegado? Los Cuerpos de Purga han rebotado aún más a los Orkos. Nos están machacando vivos, y no paran de llegar más. 

El sonido de la artillería retumbaba de nuevo; andanadas desde las murallas de la colmena Ciénaga Mortal, al sur. Los muros del refugio temblaban con la violencia de las explosiones, y con cada impacto caía un polvo fino que empezaba a cubrir a los soldados.

—Esto no es nada —dijo un soldado veterano entre sorbos de su cantimplora—. He visto este planeta hasta la bandera de xenos. He visto a sus gargantes desfilando por la Grieta de Mannheim y las Euménides alfombradas de cadáveres. He matado a más Orkos de lo que vosotros habéis respirado.

El veterano dio un trago de café frío antes de proseguir. 

—Pero tienes razón, sargenta. El alto mando ya no es lo que era. Desde Kurov ha ido todo a peor. O desde Yarrick, ya puestos. Esos dos sí que eran líderes de verdad.

—Tú lo sabes bien, ¿eh, corporal Marton? —le rebatió Garron con una risita—. Tienes bastante edad como para haber visto al comisario en persona en acción.

—Exacto —respondió el soldado veterano, con una mirada severa que dejó clavado al jovenzuelo—. Yo estuve en Hades, chaval. Era un novato cuando la Bestia volvió con un segundo intento.

—¿Cómo era, el viejo? —le preguntó Kryven, acercándose con interés.

—Pues era un cabrón sádico que no perdonaba ni una —contestó Garron—, pero los soldados habríamos muerto por él. No como los chupatintas que tenemos al mando ahora.

El veterano dejó escapar un profundo suspiro, mirada perdida, sumido en sus recuerdos.

—Teníais que haber visto el miedo que le tenían los Orkos. No he visto jamás a un piel verde titubear como con él. Era el primero en entrar darse de hostias y el último en retirarse. Yarrick era así.

—Mi padre me contó que mató al kaudillo Ulugduro a las puertas de la colmena Hades —dijo Kryven, dejando su cansancio de lado por un instante.

—Yo oí que luchó contra la Bestia y que quedaron empatados en Golgotha —aportó Garron.

—Y ahora está muerto —le respondió Kryven con una mueca—. Y nos quedamos con gente como el general Locke. 

Marton sonrió, tocando el colgante del aquila imperial que le colgaba del cuello.

—Eso dicen —dijo—. Hay por ahí algún tonto que dice que Ghazghkull también la ha espichado. Yo, hasta que no vea los cadáveres, no me creeré ni una cosa ni la otra.

Garron bufó. —Venga ya, Marton. La Campana de las Almas Perdidas ha tañido por Sebastian Yarrick.

Antes de que el soldado veterano pudiera responderle, el refugio tembló de nuevo, con más rotundidad que antes. Cayeron aún más cascotes del techo bajo. Por encima se oían gritos y el sonido quejumbroso de las trincheras. El brillo del lumen cambió de amarillo mortecino a rojo intenso.

—¡Me cago en…! —aulló Kryven, rifle láser en mano—. ¿No se van a dormir nunca los Orkos o qué?

Kryven fue a por la escotilla del refugio. El resto del escuadrón se puso los respiradores a toda prisa y asió sus rifles antes de salir con ella a la cálida noche.

Desde las murallas los oficiales gritaban órdenes a los soldados en tierra. Las balas orkas restallaban por encima de sus cabezas y los kobetes rotatorios se estrellaban contra los núcleos de infantería. Por suerte, los gritos de heridos y moribundos quedaban ahogados por el fragor de la batalla y los aullidos de los Orkos.

Mientras Marton trepaba hasta su posición de tiro miró hacia los cielos de Armageddon, asfixiados por el humo tóxico. Las bengalas y los proyectiles bailaban por el contaminado cielo y luego se desplomaban.

Qué bien nos iría el fuego del Viejo ahora.