Los Muchachejoz han comenzado su arrasadora marcha a través de los Reinos Mortales, pero ¿cuál es su estrategia cuando el enemigo se parapeta tras altas murallas repletas de artillería? Descúbrelo en esta historia exclusiva, en la que los aztutoz grots recurren a la ayuda de sus más pequeños aliados.


A LA LUZ DE LA LUNA MALVADA
—Hace díaz que no veo máz que nubez —dijo el Jefe Gruñón Grikka mientras le daba espadazos a las largas enredaderas doradas con una hoja oxidada. Al señor de la guerra de una sola oreja lo consideraban aún más irascible que los lobos que sus guerreros Muchachejoz montaban en batalla. Hoy estaba especialmente de mala leche.
Los líderes de guerra grot se habían reunido bajo la cobertura del bosque, echando vistazos a través de hojas mohosas al puesto defensivo de Muroarena, el pueblo fortaleza que habían venido a quemar, arrasar y destrozar, pero que aún se aferraba tercamente a la vida pese a sus mejores esfuerzos. Habían pasado varios meses, y aunque los guerreros de Grikka habían logrado varias victorias sangrientas durante ese tiempo, las cosas habían cambiado hacía poco. Al darse cuenta de hasta qué punto los superaban en número, los humanejoz se había retirado tras sus murallas. Allí se escondían, defendidos por su temible batería de artillería, aunque todo a media docena de leguas de Muroarena perteneciera ya a los grots.
—Entoncez, ¿cuándo va a pazar, zezoz de zeta? —siguió Grikka, mirando fijamente a Krungol con ojos crueles. El Chamán Fungozo le devolvió una mirada fría mientras se rascaba con aire ausente la gran seta Zombreromuette que le brotaba del cráneo.
—El Lunarka en perzona ha dicho que viene la Luna Malvada —dijo Krungol—. Y ademáz, hace díaz que la veo en miz zueñoz. Cuando llegue p’acá, eztaremoz liztoz.
—No vamoz a cruzar ezaz murallaz tan altaz como zi tal coza —dijo el Jerarkaloko Boik, posando arrogante en un saliente de roca que aseguraba que fuera treinta centímetros más alto que los demás—. Con ezoz palobúm grandotez que tienen, y loz lanzarrocaz y to’z loz demáz kacharroz.
Krungol sonrió, y su cabeza fungosa palpitó de forma siniestra, emitiendo una nube de motas polvorientas en el aire. Hasta Boik hizo una mueca ante la visión.
—No oz preocupéiz por ezo —dijo el Chamán Fungozo entre risitas—. El bueno de Krungy tiene un plan. Zeguizme.
Penetraron en lo profundo del bosque entre pisadas chapoteantes sobre el mantillo húmedo. Unos grots ataviados de negro se quitaron enseguida del camino de Krungol, demasiado conscientes de lo que les ocurrió a los últimos que provocaron la ira del Chamán Fungozo. Los Muchachejoz no eran tan impresionables. Los Colmibramantes y sus jinetes correteaban por ahí en manadas, taciturnos porque les habían dicho que no se dejasen ver desde las murallas y por tanto llevaban días sin sentir el sol en la espalda. Algunos trataban de animarse dándoles de comer a snotlings a sus monturas lupinas.
Finalmente, el grupo alcanzó la cuenca retorcida que Krungol usaba como guarida. La vigilaban el séquito personal de Krungol de Zajadorez y un troggoth al que llamaban Morromocoso, que ahora mismo se rascaba el lomo pétreo con una rama astillada de ferroble. Los grots, que parecían aburridos, vigilaban a un grupo de prisioneros humanos enfermos. Algunos pinchaban a los cautivos atados y amordazados con las dagas, riéndose con los grititos ahogados que provocaba su cruel tratamiento.
—¡Oz dije que no loz tocaraiz! —chilló Krungol. Agarró al guardia grot más cercano y le escupió un chorro de esporas en la cara. La desgraciada criatura cayó al suelo, retorciéndose y vomitando; Krungol le dio una patada de postre. Los otros dejaron las payasadas rápidamente, para diversión del Jerarkaloko Boik.
—¿Ezto de qué va? —preguntó el Jefe Gruñón con el ceño fruncido. La idea de no someter a los cautivos a tormentos creativos no le entraba en la cabeza.
El Chamán Fungozo no respondió; en su lugar, descargó tres golpes en el suelo con la vara. Sus camaradas líderes murmuraron y se aferraron a sus hojas aserradas mientras el bosque se agitaba en torno a ellos. Oyeron un temible castañeteo, como el de miles de palos frotados entre sí. En las sombras, algo enorme y de muchas patas meneó la mole quitinosa.
Una enorme Araña Aracnarok se abría paso a través del follaje con un houdah destartalado amarrado a lo alto del tórax rugoso. Se agachó ante ellos, mirando alternativamente a Krungol y a sus cautivos. Sobre la bestia se encaramaban varias figuras, grots arácnidos con tatuajes rojos y ojos brillantes sentados bajo un gran altar de seda tejida. El líder llevaba un tocado de plumas y una capa extraña de la que brotaban varias patas arácnidas que se cerraban sobre su cuerpecillo flacucho.
Los humanos forcejearon en vano ante tal visión monstruosa, y los grots presentes se carcajearon con malicia pese a su inquietud. La araña titánica descollaba sobre los allí reunidos, frotándose las patas delanteras con ansia. Una baba tóxica se derramaba de sus enormes fauces colmadas de dientes.
—¡Eh! —gritó el Chamán Fungozo enarbolando su vara y casi desencajando el segmápodo blindado que iba envuelto en la punta—. ¡No zon pa’ ti, zo tragona!
Los orbes multifacéticos rotaron para fijarse en él y la Aracnarok levantó una extremidad similar a una lanza. Con esa pata podría empalar al Chamán Fungozo del cráneo a la barriga como si fuera una seta putrefacta. Pese a su fervor lunar, Krungol casi salió corriendo en ese momento. Tampoco es que hubiera llegado muy lejos. Oyó una risotada maliciosa y, al mirar a un lado, vio que el Jefe Gruñón Grikka murmuraba algo a uno de sus jinetes de lobo. Claramente, el jefe de los Muchachejoz apostaba si Krungol (a quien despreciaba abiertamente) estaba a punto de acabar fatal.
Pero entonces la Luna Malvada llenó la mente de Krungol de visiones del Gran Verde, y su miedo se evaporó en un chorro de verborrea embriagadora. El Chamán Fungozo miró al líder grot sobre el lomo de la bestia arácnida, que le devolvió la mirada con ojillos malvados.
—Hilandero Worzik —dijo Krungol—. ¿Zeguro que quierez bronca? El Lunarka en perzona me ha enviao aquí, y zi me mataz vaz a acabar como uno de zuz “tótemzeta” chilladorez.
Invocar el nombre de Skragott fue arriesgado, porque Krungol ni siquiera había conocido al Lunarka, mucho menos recibido sus órdenes especiales. Pero la mera mención provocó un respingo hasta en el brutal Chamán Hilandero. La araña titánica bajó las patas y se agachó. Worzik asintió hacia los cautivos.
—Noz loz quedamoz —siseó el chamán con vocecilla aflautada—. ¡Noz prometizte carne p’al Dioz Araña! Pa’ ezo hemoz venido, ¿o qué?
—Eztoz no zon pa’ comer, chamán redero —dijo Krungol—. Lez vamoz a dar otro uzo.
La Aracnarok se agitó de forma amenazadora.
Krungol la ignoró y en su lugar se paseó en torno a los prisioneros. Se detuvo ante un humano viejo y canoso con un parche en el ojo. Su ojo bueno miró a Krungol con desafío. El Chamán Fungozo sonrió, se inclinó hacia él y golpeó el cráneo del hombre con un dedo huesudo.
—Entoncez, ¿cuál ez el plan? —saltó el Jerarkaloko Boik—. ¿Cómo vamoz a romper ezoz muroz?
—Mu’ fácil —dijo Krungol—. Vamoz a devolverlez a eztoz pataz largaz a zuz colegaz.

—¡Abrid las puertas!
El grito recorrió la gran empalizada de Muroarena, y con un ronco chirrido del mecanismo, el rastrillo norte del puesto defensivo comenzó a subir. El Sargento Luccan y sus hombres avanzaron cautos hacia la polvorienta depresión de pastos que se extendía ante Muroarena, nerviosos pese a los cañones y baterías de cohetes apuntados al terreno abierto entre la empalizada y el borde del bosque.
—Tranquilos, chicos —murmuró Luccan—. Si aquí fuera se mueve cualquier cosa, nuestros artilleros se lo cepillan en un pispás.
Eran palabras estimulantes, pero esa línea de follaje oscuro y de aspecto mohoso estaba demasiado cerca para confiarse. Por lo general, habrían enviado hacheros o alquimistas armados con tarros inflamables para mantener a raya la implacable flora ghyranita, pero desde la llegada de los verdes esas tareas se habían convertido en sentencias de muerte. Sabía Sigmar qué acechaba allí dentro. Grots, claro, pero también un interminable desfile de monstruos babeantes, todos a la espera de que algún idiota desventurado se pusiera al alcance. Luccan odiaba todo aquel sitio. Le habría gustado estar de vuelta en alguna taberna oscura de la Fortaleza Aguagrís ahogándose en cerveza barata.
—Tampoco nos durmamos, de todas formas —dijo, intentando mantener el tono despreocupado.
Se apresuraron hacia las figuras bamboleantes que habían emergido de la linde, claramente hombres y mujeres, no monstruitos correteantes con ojos de flipados. La visión había sorprendido a los miembros del Gremio libre, pues Muroarena llevaba meses repeliendo ataques de grots y nunca antes había sobrevivido ni un prisionero a la experiencia.
Al acercarse a los desgraciados, Luccan hizo una mueca. Los soldados aún vestían acero y cuero del Gremio, aunque la armadura les colgaba de forma incómoda de los cuerpos flacos y malnutridos. Varios rasguños y abrasiones sugerían que los habían golpeado, apuñalado y cortado con dagas. Sus miradas vacías atravesaban a Luccan y sus soldados.
—Tranquilos —dijo el sargento tomando al más cercano del hombro—. Estáis en buenas manos. Os daremos un trago de Aqua Ghyranis y una buena cena y os recuperaréis enseguida.
El cautivo lo miró fijamente con ojos inyectados en sangre. De tener menos experiencia, habría dicho que el hombre había bebido. De hecho, su aliento apestaba a algo agrio y químico, pero no olía a ningún licor que Luccan hubiese probado. Con los demás pasaba lo mismo. Quizá solo hubieran perdido el juicio tras pasar demasiado tiempo en garras del enemigo. No era infrecuente. Los grots eran diablillos sádicos.
—No —dijo el hombre, que frunció el ceño como si no supiera pronunciar las palabras correctas—. No… No deberías… Déjanos.
Se detuvo y se aferró el estómago mientras gruñía entre dientes.
—No lo haremos —dijo Luccan. Después, a sus hombres—: Deprisa, llevadlos de vuelta a la casa del guarda. En brazos si hace falta.
Agarrando al hombre atontado por el hombro, Luccan lo guió hacia el refugio. No dejó de mirar de vuelta al bosque. Le cosquilleaba la piel con esa sensación extraña y peculiar de estar siendo vigilado.
Pero de los árboles no salieron zumbando flechas ni le llegaron gritos de guerra a los oídos. En unas pocas docenas de pasos estuvieron de vuelta bajo la cubierta de hierro de la casa del guarda, y Luccan pudo respirar aliviado.
—Llamad a los cirujanos —gritó—. Tenemos heridos.
Cruzaron el patio interior, donde varias escuadras de Fusileros de aspecto agotado desmontaban y engrasaban las armas para su turno en las murallas. A derecha e izquierda había escaleras curvas que conducían a los parapetos y a los cañones artillados en los muros y que asomaban a través de casamatas. Más adelante se encontraba el puesto defensivo propiamente dicho, un pequeño y polvoriento pueblo fronterizo diseñado en torno a la fuente de agua del reino que brotaba en su centro. Muroarena era un sitio bastante decente en comparación con alguno de los pozos en los que Luccan había servido, ganando en prominencia desde las batallas en el río Coágulo y el acoso implacable de las tribus orruk locales. Aun así, otra estación parecía muchísimo tiempo que estar atascado en la frontera, donde llovía dos tercios del día y las moscas se te comían durante el otro.
—¡Jefe! —le llegó la voz preocupada de Shildern. Se alejaba de uno de los hombres rescatados y tenía los ojos desorbitados de horror. El corazón le dio un vuelco al ver lo que la había perturbado.
El hombre se convulsionaba y escupía lo que Luccan pensó que eran espumarajos. Al mirar más de cerca, reparó en que eran láminas fibrosas y entrecruzadas de una sustancia fina manchada de negro y rojo. Se arrodilló y pinchó una con la espada, y levantó una hebra en la punta. Se meció en la brisa.
—Es como una red —dijo Shildern—. Como un atrapapolvo o un…
Sus palabras quedaron interrumpidas cuando el hombre, entre espasmos, comenzó a gritar y arañarse el vientre, doblándose y rodando por el suelo. Uno a uno, los otros prisioneros cayeron y unieron sus alaridos agónicos al coro. Algunos más empezaron a vomitar los mismos hilos de materia fina, y el Sargento Luccan sintió una sensación cruda de horror inminente.
—¡Sacadlos de aquí! —gritó, incluso mientras los matasanos se acercaban a la carrera—. ¡Volved a abrir la puerta! ¡Hay que sacar a esta gente de la ciudad ahora mismo!
La intensidad de sus palabras fue tal que los guardias de la muralla corrieron a obedecer aunque careciera del rango para dar una orden como esa. Alguien empezó a mover el rastrillo. Los Yelmoférreos Carso y Bruiggan se acercaron a toda prisa y levantaron al desdichado más cercano por las axilas para que se irguiera.
Les vomitó encima. O, al menos, eso fue lo que Luccan pensó al principio. Pero después oyó a los dos soldados gritar y vio las pequeñas formas negriamarillas correteando por su piel, mordiendo y clavando las patas como agujas. Los dos cayeron con las caras ya hinchadas grotescamente, tanto que parecían cadáveres recuperados del mar. El cautivo afligido les cayó encima. Al hacerlo, le reventó la tripa y una marea de arácnidos brotó de ella. Los miembros del Gremio libre soltaron y huyeron a trompicones, horrorizados mientras las arañas correteaban sobre los muros hacia las troneras.
Un asco y un terror primordiales se adueñaron de unos hombres y mujeres que se hubieran enfrentado a una línea de cañones o a un troggoth frenético sin pestañear. En mitad del pánico, dispararon contra las arañas y más de un soldado fue derribado por un fusil descargado de forma temeraria. Quizá podrían haber contenido la primera remesa de horrores. Pero entonces el resto de prisioneros rescatados sufrió el mismo sino que sus compañeros. Los cuerpos les reventaron, vomitando formas quitinosas, y de pronto el suelo y las paredes estaban vivos y se movían de forma horripilante.
Entonces irrumpieron enjambres en la fortaleza, abriéndose paso a través de la puerta a medio abrir: arañas grandes como perros y lobos babeantes con jinetes grots en el lomo, cuyas armaduras brillaban tanto que dolía mirarlas. Los recién llegados se abalanzaron sobre la masa desorganizada del Gremio libre, apuñalando y sajando. Los lobos mordieron y despedazaron a los caídos, manchándose el hocico de carmesí.
Luccan supo entonces que Muroarena había caído. Trató de correr, pero algo lo agarró del tobillo y al mirar abajo se encontró con Bruiggan, que intentaba gritarle algo con una cara que ya no parecía nada vagamente humano.
Se tropezó y cayó, golpeándose la cabeza contra el suelo rocoso. Con el mundo borroso a su alrededor, se giró boca arriba. Los cielos comenzaron a cuajarse, adoptando el enfermizo amarillo grisáceo de la leche cortada. Al principio, pensó que se le oscurecía la visión por la herida de la cabeza, pero no. Era real. Desde las nubes lo observaba un rostro trastornado y sonriente que parecía fijo en él y solo en él. Pese a su horror, no pudo apartar la mirada ni cuando sintió centenares de patas como agujas corriéndole por la carne y arañándole la garganta. Escuchó un coro de aullidos de lobos, algunos en la distancia y otros inquietantemente cerca.
Algo pesado le pisó el pecho. Al mirar la cara puntiaguda y retorcida de un grot, este le sonrió revelando varias filas de afilados dientes amarillos. El cráneo del monstruo acababa en el pericráneo y, desde ahí, se transformaba en una masa hinchada de materia fúngica.
—¿A dónde corríaz? —le dijo entre risas, acercándole una hoz ensangrentada a la cara—. Lo divertido acaba de empezar, humanejo.
Entonces, la corona de setas de la criatura se convulsionó y llenó el aire de esporas flotantes, y Adbert Luccan gritó mientras su mente se disolvía en un torrente de fuego verde.

Reserva a partir de mañana el nuevo Tomo de batalla y una horda aullante de Tipejoz a lomos de lobos: ¡los Muchachejoz ya avanzan por los Reinos Mortales!