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Un festín festivo con las Cortes Comecarne

¡Atención! ¡Un llamado recorre la tierra! El trabajo del año ya terminó, y ahora empieza el adviento de la más noble de las celebraciones, la Víspera de la Santa Vigilia. En consecuencia, vuesos lores decretan que se celebre con la más jovial frivolidad; se celebrará un festín con el mayor alboroto. ¡Uníos a nosotros para cantar villancicos!

En el primer día de Santa Vigilia, mi buen rey dio de buen gusto: ¡un halcón que se yergue ufano ante ti!

En el primer día de Santa Vigilia, mi buen SEÑOR dio de buen gusto: ¡dos centelleantes escudos y un halcón que se yergue ufano ante ti!

En el tercer FESTIÍN de Santa Vigilia, mi buen rey dio de buen gusto: ¡tres criados de bien lejos, dos CORAZONES SANGUINOLENTOS y un halcón que se yergue FAMÉLICO ante ti!

En el cuarto FESTÍN DE SANGRE Y HUESO, mi buen SEÑOR dio de buen gusto: ¡tres ENGENDROS COMECARNES, DOS CORAZONES SANGUINOLENTOS Y UN MURCIÉLAGO QUE NO SABE SI ESTÁ VIVO O MUERTO PERO QUE ANSÍA ENGULLIROS LA SANGRE!

MIRAD A VUESTRO ALREDEDOR TODO ESTO ES UNA MENTIRA ESTÁIS CIEGOS ES UNA ILUSIÓN ES FALSO ES…

***

Banyan se lanzó contra el portón oxidado de la celda una última vez. La inanición había reducido el antaño musculoso porte del soldado, pero la desesperación, o quizá que la puerta estaba ya desvencijada, surtió efecto. Los goznes chirriaron y chascaron pero al final dieron de sí, y el portón cayó sobre la losa con un enorme estruendo.

Banyan cayó con ella. Le dolía todo el cuerpo y en la oscuridad le recorría un escalofrío. Una de las manos había ido a parar en un charquito. Rezó por que fuera agua estancada y nada más.

“Incluso aunque estén locos, los engendros lo habrán oído”.

Banyan se puso de pie con gran esfuerzo y echó a correr. En toda la prisión del castillo no había ni un solo resquicio de luz, así que se mantuvo pegado a la pared, palpando con las manos para encontrar algún pasadizo oculto. A veces algo le bufaba desde la oscuridad total. Mientras fuera una rata loca y no uno de los caníbales que merodeaban por allí, no importaba. Banyan ni siquiera contempló el sino del resto de sus compañeros de patrulla. No se atrevía.

Más por suerte que por habilidad, encontró una escaleras que iban a un piso superior. Allí los engendros habían conseguido prender unas pocas antorchas, aunque incluso estas arrojaban una luz débil y enfermiza. El hedor además era incluso peor que en la mazmorra. Se estaba cociendo algo… o alguien.  

Agazapado en el hueco de la escalera, con la respiración entrecortada y el corazón a mil, Banyan dispuso por fin de un instante para mirar a su alrededor. Estaba en un salón de festines. Lo habían decorado con guirnaldas de acebo y coronas de flores, todo impregnado en sangre. Al mirarlas con detenimiento se dio cuenta que las guirnaldas eran intestinos frescos anudados entre sí. La náusea le sobrevino, aunque tenía el estómago vacío. Con la mirada vidriosa por el asco, avanzó uno o dos pasos. En las manos sintió un pinchazo. Los engendros habían dispuesto contra la pared un árbol desbrozado cuyo aspecto denotaba que lo habían talado sin ton ni son y sobre el que aún quedaban algunas motas de nieve del Tardinvierno. Estaba decorado con adornos santavigileños pero, en lugar de las alhajas habituales, de las ramas colgaban cabezas podridas y azuladas por el frío.

De repente, en el pasadizo a la izquierda Bayan oyó a varias voces frenéticas soltar un sollozo tan aterrador que le puso los pelos de punta. A pesar de lo exhaustas que tenía las piernas, empezó a dar zancadas en dirección contraria y solo aminoró el paso cuando cruzó un balcón de madera. El suelo crujía con cada paso y amenazaba con derrumbarse, lo que atenazaba aún más a Banyan, que temía estrellarse contra el suelo del salón de banquetes varios pisos por debajo de él. 

Allá abajo, las macabras celebraciones continuaban por todo lo alto. Unos destartalados vagones de enorme tamaño habían entrado y descargado una montaña de cadáveres en el suelo. Sobre ella había varios engendros ataviados con capas de almazuela roja que, entre gritos, lanzaban pedazos de carne a la muchedumbre y daban órdenes insolentes a los siervos. Cada uno de los criados llevaba sacos llenos a reventar de carnaza o largas listas que, por lo que podía entrever Banyan desde tan lejos, estaban inscritas con garabatos ilegibles.

Banyan oyó algo gritar en los travesaños del techo que tenía encima de él y luego salir de allí. —Piensa —Banyan se atrevió a susurrarse, aunque fuera con voz ronca y exhausta—. Piensa. Si están despachando mensajeros es porque estamos cerca de la salida…

Intentó centrarse en el frío, en el gélido frío del Tardinvierno que impregnaba los diáfanos salones del castillo caníbal. Con la cabeza agachada, Banyan persiguió el frío con tesón, ignorando tanto como podía los calcetines decorativos santavigileños llenos de carne que estaban clavados en los muros. Y habría conseguido escapar, si no hubiera sido porque el frío al que le iba siguiendo el rastro estaba colándose no por una salida al exterior sino por una majestuosa chimenea en uno de los extremos del salón de banquetes.

Las mesas estaban dispuestas. En cada plato había viandas rellenas y anudadas como pavos. De repente, Banyan se dio cuenta que los manjares eran los cadáveres desecrados de sus compañeros de patrulla, y que su sangre era la bebida en los cálices. Esta vez no pudo detener la bilis que le subía por la garganta y vomitó en el suelo.

Algo se removió en el oscuro hueco de la chimenea, y una nube de polvo cubrió el suelo.

Banyan cayó de rodillas y contempló sin poder moverse la llegada de una mastodóntica monstruosidad que se había descolgado por la chimenea y ahora se acercaba hacia él, arrastrando los nudillos. Por un momento, Banyan pensó que era una presencia muy alegre. Qué perversión. Iba vestida con ropajes de carmesí brillante, tenía una enorme panza y una frondosa barba. 

Entonces parpadeó y la barba se transformó en una masa de girones de piel que le colgaban de las amenazadoras fauces.

—Vaya, vaya —Babeó el enorme vampiro caníbal, y le acarició la cara con una larga uña amarillenta—. ¿Te has portado… noblemente, este año?

Entonces, profirió un grito, abrió la boca y Banyan perdió la cabeza.