LA FURIA DEL INVIERNO
—El invierno no conoce la misericordia —afirma la Reina Eterna ante un público embelesado—. A pesar de su centelleante majestuosidad, es la estación más oscura y cruel.
Se arriman, los espíritus forestales. Sus voces son un arrullo armónico. Susurran las leyendas que desean escuchar: el Reino de la Corte Helada; la Balada de Taláthien, quien sufrió casi tantas tragedias en su larga vida como cualquier Sylvaneth; quizá la conmovedora historia de Kinnór Raíz de Cristal, que engañó al daemon Skarbrand para que decimara a su propia horda infernal.
Pero en esta fría y oscura noche, la Reina ha elegido un relato aún más sombrío…
•••

—No ultrajes los árboles de Futilia, pues se te pagará con la misma moneda.
El Cazador conocía el dicho desde que era un mocoso y su abuela se lo susurraba y su padre se lo advertía con tono taciturno. Durante cuarenta y siete años los había obedecido, como también había obedecido el miedo que profesaban sus congéneres por el bosque que colindaba con su tranquila morada. No se había atrevido jamás si quiera a partir un palito en dos a la vista de los árboles, oscuros y esqueletales, que se cernían torcidos como la joroba de una vieja sobre la luz del hogar.
Este era un miedo atávico, que antecedía al albor de la Tormenta de Azyr. Venía de una era en la que la humanidad no conocía dios alguno excepto por los espíritus de las tierras salvajes, cuando la supervivencia de la raza dependía solo de los azares del cambio de estación.
Ahora el Cazador ya no tenía más elección que enfrentarse a su miedo atávico. Hacía dos días que había desaparecido su hija, y en lo más profundo de su corazón sabía adónde había ido. Se había adentrado demasiado en el Bosque Futilia en busca de rosas de invierno para sus guirnaldas, pues quería hacer trueque con ellas en los mercados de Santa Vigilia.
—La encontraré —prometió el Cazador—, aunque sea lo último que haga.
Y así fue como tomó su hacha de leñador, su mosquetón y su capa de gruesa piel de lobo y entró en la oscuridad. El Bosque Futilia abrió sus fauces y lo engulló.
Cruzó hielo y fango con gran esfuerzo. Cada paso lo extenuaba, y el gélido viento que le laceraba la cara le transformó el rubicundo rostro en una cara pálida. El viejo leñador no tardó en perder la cuenta de su camino. A voz en grito llamaba a su hija, pero su clamor era engullido por la vasta extensión de la tierra que atravesaba. Mientras tanto se iba girando, pero tras de sí no veía más que una capa de nieve virgen, sin una sola huella, ni siquiera la suya.
—¡Hija! —gritó—, ¡hija! ¿Dónde estás?
Tan solo obtuvo por respuesta el aullido del viento.
Cada vez que descansaba, el viejo Cazador se aseguraba de dejar una ofrenda en honor a los espíritus del bosque, tal como dictaban las viejas costumbres. Reunía hojas y palitos, los disponía cuidadosamente en un diseño piramidal y colgaba la ofrenda recién hecha de las ramas de árboles muertos. Entonces se hacía un corte en la palma y teñía la ofrenda con su sangre fresca. Bajo ella dejaba dádivas de carne y bayas con la esperanza de que estas aplacaran a los entes que sabía que vigilaban cada uno de sus pasos, invisibles pero siempre presentes.
Solo los árboles de Futilia saben cuánto anduvo el Cazador, y ellos jamás revelan un secreto. Al fin la oscuridad y el frío empezaron a cobrarse su inevitable precio. Las manos se le pusieron de color negro y morado y se le empezaron a gangrenar. Le temblaban las piernas, y cada aliento le helaba la garganta. Lo perseguían luces brillantes que bailaban al borde de su visión y se burlaban de su lento declive. El Cazador siempre había sido un hombre fuerte, pero ahora las extremidades le pesaban como piedras y el corazón le ardía como si se lo hubieran marcado con un hierro candente. Se desplomó de rodillas y, en la oscuridad, lloró.

La oscuridad le respondió con carcajadas amargas. Las criaturas del invierno eran crueles, y no hay nada que odien más que a los intrusos. Les daba igual la vida del Cazador y la de su hija. Eran habitantes del antiguo mundo, no del nuevo. Las muertes de urbanitas y pielsuaves eran divertimentos para los renacidos del gélido bosque.
La ira le devolvió las fuerzas al Cazador. Se levantó y maldijo a los habitantes de las profundidades.
—¡He hecho lo que me exigís! —bramó—. ¡He ofrendado dádivas de espinas y sangre y zarza. ¿Y aún así no me devolvéis a mi hija? ¿Aún así os reís de mí? Yo os maldigo, pues. ¡Yo maldigo este bosque!
Acto seguido, desenfundó el hacha y la clavó hondo en el árbol joven más cercano. Saltaron por los aires trozos de corteza y del corte emanó como si fuera sangre una savia oscura. El Cazador golpeó una y otra vez. Cuando ya estaba demasiado cansado para seguir, se sacó del morral una cantimplora de aceite. Buscó el roble anciano que tenía más cerca. Era un presencia majestuosa de ramas anchas y largas, orgullosa, de raíces retorcidas y tan gruesas como anchas eran las espaldas del Cazador. Cubrió el roble en aceite y lo prendió con una explosión de su mosquetes. Y cuando el anciano espíritu —que había sobrevivido, prístino, durante siglos— estalló en llamas, el Cazador cayó de rodillas ante él y lloró.
—¿Papá?
Aunque la voz de su hija era débil, el Cazador la reconoció y lloró de alegría. Corrió hacia ella e, iluminados por la hoguera del árbol, lloraron de alivio.
—He visto las llamas —dijo—. Papá, qué perdida he estado. Pero el bosque me dio vida: bayas de los prados perennes, un trocito de raíz verde de entre las piedras. Me refugié en el hueco de este mismo árbol, que me protegió de lo peor del invierno. Sabía que vendrías.
A través de los ojos llorosos, el Cazador vio que las sombras se removían. Emergiendo de la oscuridad, recortándose su silueta contra las llamas del árbol moribundo, aparecieron los habitantes de Futilia: lúgubres figuras jorobadas, con ojos como trozos de hielo azul y garras mancadas de sangre. En su mirada había una maldad sin fin.
Las palabras que hacía tantos años le dedicó su padre regresaron con la fuerza de mil huracanas. Palabras que, al final, no había obedecido.
—No ultrajes los árboles de Futilia, pues se te pagará con la misma moneda.
El Cazador protegió a su hija entre sus brazos, cerró los ojos y esperó a su fin.












