Érase una vez, en lo más amargo del Tardinvierno, cuando la escarcha cubría la pequeña aldea verdiana de Dremmsham justo al norte del río Resurgencia, que aconteció una curiosa parábola, tétrica y admonitoria.
Reinaban la alegría y la gratitud, pues los aldeanos habían sobrevivido a la temporada de plagas, y a la aborrecida Jornada de Faenar, que también era ya cosa del pasado. Ahora aguardaba la Víspera de la Santa Vigilia, en la que ardería una efigie del esqueletal Padre Decrépito y los lugareños compartirían vino, arenques en escabeche y corazones de alce ahumados en mesas comunales decoradas con acebo y flor de azote de venado, y alabarían a los dioses con motivo del Inicio del Año.
En Dremmsham, no obstante, también habitaba gente en cuyos corazones anidaba la amargura. En lugar de consolarse con lo que poseían, les carcomía el rencor por aquello que no tenían.
Primero estaba la doncella Clodagh. Estaba profundamente enamorada del hijo del molinero, Fionn. El padre de Clodagh se negaba a bendecir la unión, por lo que esta opinaba que era un vejestorio y un carcamal, pero lo cierto es que su padre conocía el verdadero carácter de Fionn y quería demasiado a su hija como para bendecir la unión entre ambos. Cuando los aldeanos se reunieron alrededor del cedro de la Santa Vigilia para compartir buenas nuevas, Clodagh rezó en secreto para que cambiara la opinión de su padre… o para que sucediera algo y el permiso de su padre ya no fuera necesario.
Luego estaban los jóvenes Bran, Corm y Brenna. Se habían peleado con su tutora, Maeve la vieja predicadora, pues esta blandía con demasiada alegría su rama de abedul al castigarlos por sus muchas jugarretas crueles en la aldea. Desdeñaban sus buenas acciones y la consideraban una tirana por reprenderlos. Una fría mañana, con el cuerpo dolorido por estar cosechando nueces para el Santo Hogar, oyeron a unos viejos milicianos hablar de un “Gran Padre” entre susurros. Con el entusiasmo de la juventud, los tres se preguntaron si acaso este Buen Gran Padre —pues eso eran muchos de los antiguos dioses de Ghyran— intercedería en su favor. Esa noche al arrodillarse ante la cama, en lugar de rezarle al Dios Rey le rezaron al nuevo patriarca para que alegrara a Maeve, aunque fuera solo para que ellos pudieran hacer y deshacer a su antojo.
El último de la tríada era Aengus el viudo. Su esposa había sucumbido a las plagas, y una desesperación vengativa se había apoderado de su alma. Cada día maldecía a todos y cada uno de los dioses. Los maldecía por su falta de fe, por su malicia y, sobre todo, lo que más le ofendía, por su falta de creatividad a la hora de infligirle desgracia tras desgracia a un pobre viejo. Cada séptima hora los maldecía de nuevo, y esas mismas filípicas se las dedicaba también a quienes le ofrecían alimento y compañía de buen grado.

En los días anteriores a la Víspera de la Santa Vigilia eran habitual los fenómenos extraños y perturbadores. Primero tocó el ritual del wassail, en el que se brindaba y se recitaban cánticos para suplicar a los espíritus estacionales del año entrante. Entre los intérpretes estaba Clodagh, enfurruñada aún por su supuesta privación. En su voz volcó todo su veneno. Al hacerlo, entre gritos de repulsión, empezaron a salirle lombrices y moscardones por la boca a sus compañeros de coro. Solo cesó cuando bebieron de la valiosa reserva de Aqua Ghyranis de Dremmsham, pero esto no hizo más que empeorar el humor de Clodagh, pues vio que Fionn se deleitaba consolando a Saorsa, la hermosa vecina de Clodagh.
Como era tradición, en esta época del año se alimentaba al rebaño de Dremmsham con el mejor pienso que había, así que Bran, Cormac y Brenna les llevaron avena y heno de primera calidad. Para su horror, el alimento se convirtió en gusanos en la boca de las bestias, cuya carne se abrió con purulentas llagas entre berridos de dolor. Maeve no los creyó, convencida de que era otra de sus jugarretas, y los fustigó con su rama de abedul.
Por último llegó el día del baile de disfraces, en el que los habitantes de Dremmsham se vestían como los espíritus del bosque profundo y bailaban con alegría para aplacarlos. Aengus se negó a participar, pues también estaba enfadado con los duendes por no haberlo favorecido con una protección especial. Mientras contemplaba los bailes, fue testigo de la horrorosa transformación de las máscaras, que tomaron todas la apariencia del rostro cadavérico de su mujer, y que con cada toque de platillos se iban pudriendo más y más. Gritó hasta que quedarse ronco, pero nadie más vio lo que él vio.
La Víspera de la Santa Vigilia fue por tanto un acontecimiento sobrio. En la casa de la villa se tenía que prender un hogar de fuego, pero los corazones de los aldeanos estaban atenazados. Se rumoreaba que corría una maldición. Presente estaba nuestra infeliz tríada aunque, incluso en ese instante, a sus integrantes los concernían tan solo sus propios deseos.
De repente, la leña del hogar empezó a soltar un humo verdoso y hediondo. Desde las sombras que arrojaba se oían risitas y ruiditos que ponían los pelos de punta. Desde las ventanas de la casa se adivinaba una enorme forma agusanada arrastrándose. Todos los presentes oyeron un tintineo, ¿de campanillas, quizá, obra de alguna ninfa del bosque que se sentía generosa?
Y entonces, a la puerta, alguien tocó tres veces. Tres veces, tres veces más, y luego una sola.
El portón de roble se entreabrió, y entró él. Corpulento, encapuchado, apoyando todo su peso en un gran báculo de madera nudosa. Y entonces vieron que el tintineo no era de campanillas, sino de los viales y pócimas que llevaba colgados por todo el cuerpo. Dio siete pasos antes de detenerse y exhalar con esfuerzo, babeando una saliva corrosiva que abría agujeros en el suelo de madera. A los asistentes les dedicó una sonrisa, una sonrisa que era negro y podredumbre y lombrices.
—¡Saludos, mis queridos amigos! —dijo la figura con una reverencia—. Podéis llamarme Padre Sanguijuela. Vengo en nombre de mi Abuelo y del vuestro también. Algunos de vosotros habéis pedido dones, pero no sabéis a quién dedicarle tales suplicas. Un error comprensible, ¡pues nadie os ha enseñado! Pero también hay algunos de vosotros —su voz se tornó severa al posar la mirada sobre un Aengus acongojado— que han recibido dones y no han sabido apreciar la gentileza.

—Primero, la doncella —Padre Sanguijuela extendió la mano, piel llena de manchas, y Fionn y el padre de Clodagh comenzaron a gritar. Se desplomaron entre jadeos y gritos, con los ojos en blanco y soltando espumarajos por la boca, y se les cayeron todos los dientes. Sus extremidades mutaron y se hincharon, y el resto del cuerpo se les marchitó. Se arrastraron hacia una Clodagh histérica, se agarraron a sus brazos y piernas y le clavaron en la carne las uñas ennegrecidas. Se habían convertido en un homúnculo, similar a un quiste, que recubría por completo a la pobre Clodagh como una masa tumoral. Padre Sanguijuela asintió satisfecho. —Deseabas su atención o controlar sus sensibilidades, por lo que las acarrearás siempre contigo, y no al contrario.
A continuación, los jovenzuelos —Padre Sanguijuela masculló siete alegres sílabas, y al pronunciar la séptima Maeve se empezó a carcajear. Reía y reía hasta que cayó al suelo, aunque sus ojos seguían abiertos y aterrorizados. Los costados le reventaron y empezó a supurar pus, y de las sombras brincaron risueños espíritus daemónicos armados con ramas de abedul para fustigarla, y las heridas que le propinaron no emanaban sangre sino aún más pus. —¡Venid, mis jóvenes amigos! ¡Contemplad su fiebre risueña! ¿No os uniréis a su hilaridad? —Pero Bran, Corm y Brenna, sollozando y aterrorizados, no se unieron… lo que hizo fruncir el ceño al Padre Sanguijuela.
—Y por fin, nuestro viudo. —Golpeó el suelo tres veces con el báculo. De entre las tablas irrumpieron unos resbaladizos tentáculos que agarraron a Aengus y lo arrastraron. El Padre Sanguijuela había abierto uno de sus viales y vertió sus contenidos en la boca del viudo. Inmediatamente un escalofrío se apoderó de él, se le abrieron las carnes y empezaron a salirle sanguijuelas que le comieron los ojos, y le afloraron pústulas y ampollas llenas de larvas.
—A ti te traigo un regalo de lo más especial —le explicó Padre Sanguijuela con un tono profundamente reverencial—. Esta es la Podredumbre. Es lo mejor de lo mejor del Gran Padre. Ahora tu alma viajará hasta su la Mansión Negra, y tomará refugio con Él en persona. —A continuación contempló la estancia y los rostros de cada uno de los asistentes allí congregados, una mezcla de terror y repulsión, y abrió los brazos.
—¡Alegraos, amigos míos! ¡Alegraos por los dones que han recibido estas almas! ¡Todos hicieron un deseo, ¡y a todos se les ha concedido! El Gran Padre es afectuoso y conoce la verdad que anida en vuestro corazón. Ahora pues… Veamos qué regalos podría tener para el resto de vosotros.
Tras él, el portón de la casa de la villa se cerró de repente. Y así, reflexionemos en la moraleja del cuento de Dremmsham en esta fría noche de invierno: No nos hace bien pensar demasiado en lo que deseamos y desdeñar aquello que ya tenemos, pues acechan extrañas fuerzas que podrían oírnos y concedernos aquello cuanto deseamos, pero de manera muy distinta a la que esperábamos…












